El ser Caribe, como lo han señalado muchos intelectuales de las Ciencias Humanas, entre ellos el escritor cubano Alejo Carpentier, implica la expresión constante de una cosmovisión mediada por tres actitudes que se convierten en tres dimensiones con las que se asume la vida y que a la postre constituyen la identidad del hombre Caribe: la alegría, la nostalgia y la creatividad.Estas identidades corresponden a la personalidad caribe, independientemente de la nacionalidad. Por lo que podríamos decir que son igual de alegres, nostálgicos y creativos un jamaiquino, un maracucho o un barranquillero. La identidad caribe cuando está permeada por la condición de nacionalidad, lleva implícita una carga histórica y cultural que obedece tal vez a las relaciones que han determinado los sentimientos colectivos de los caribeños de una nación hacia sus mismos nacionales no caribeños. De forma tal, que en las naciones del Caribe que además del litoral tienen regiones diferentes a este a su interior, es probable que sus caribeños desarrollen unas identidades y representaciones, complementarias a su condición, determinadas por una actitud mental colectiva de raíces histórico culturales muy específicas. El caso colombiano corresponde a esta situación. Hoy aun los caribeños de Colombia sentimos, además del orgullo y la complacencia de ser caribes, la percepción colectiva de pertenecer a una región que históricamente ha sido victima de la discriminación centralista y se ha caracterizado por mantener una situación de atraso y estancamiento con respecto a otras regiones del país. En efecto, la región Caribe desde la época de la conquista, en el siglo XVI, se fue configurando como una región con un panorama de dispersión demográfica y atraso económico, entre los dominios territoriales del imperio español en el norte de Suramérica. En el período colonial, entre finales del siglo XVI y principios del siglo XIX, el Caribe colombiano también presentaba un panorama de desarrollo desigual con respecto al resto del virreinato. Hay estudios históricos paradigmáticos que muestran como, tanto las políticas de poblamiento como la configuración de un tipo de sociedad señorial semi-esclavista que convivía con la vocación comercial del litoral, caracterizaron al Caribe colombiano como la región más problemática para el sistema colonial español. En el período del ocaso colonial en medio de la tempestad sociopolítica del proceso de lucha por la emancipación, desde principios del siglo XIX, el Caribe colombiano fue escenario de grandes e intensos conflictos por la autonomía frente a Santa fe como capital del virreinato, más que frente a la metrópoli española, como lo muestra el trabajo de investigación histórica del profesor Alfonso Múnera. Durante el siglo XIX, que es el estadio de formación de la nacionalidad – de las luchas crónicas por la formación de un Estado-Nación – el Caribe colombiano fue un espacio marginal que no logró despegar y permaneció en su situación de relativo atraso y estancamiento, como la principal víctima de la fragmentación física de un territorio nacional que no logró integrarse plenamente entre sí en materia de vías de comunicación, ni consolidar rápidamente el verdadero mercado interno que le hubiese permitido vincularse con ventajas a la economía capitalista mundial. Este contexto temporal, de considerable duración, que rodea el devenir del Caribe colombiano, al parecer, ha marcado una personalidad histórica de exclusión regional que hoy todos nos queremos explicar más claramente. Más aun, si en el siglo XX el panorama parece no haber cambiado mucho y se convirtió en la impronta con la estamos afrontando el siglo XXI. Este ensayo se pretende explicar de qué forma ha podido incidir, en la primera mitad del siglo XX, el sistema político colombiano en esta situación de rezago del Caribe colombiano. Tal ejercicio reflexivo se presenta a continuación en tres apartes: Uno en el que se esboza la lenta evolución del sistema político colombiano en ese período; un segundo segmento en el que se registra la incuestionable realidad del fracaso económico regional; y un tercer subtema que intenta asociar ese rezago regional en el período con el funcionamiento de la política.
I – EL SISTEMA POLÍTICO: LENTA EVOLUCIÓN HACIA LA
DEMOCRATIZACIÓN
En términos teóricos, como una característica de la era moderna, la estructura jurídica de una nación debe estar plasmada en su constitución política, estableciendo con claridad los parámetros generales de su sistema social. A su vez este – el sistema social – es producto, en la práctica, de las necesidades de convivencia y justicia, cuya satisfacción requiere de funciones especializadas provistas por estructuras compuestas por un personal y unos dispositivos específicos. El modo como se ordena esa convivencia y se concede justicia genera un sistema político emanado de una sociedad civil y de una sociedad política. De esa manera se entiende el concepto de sistema político, cuando se pretende estudiar la situación de Colombia desde una perspectiva histórica, como lo sustenta Oscar Delgado, al afirmar: “En un sistema político interactúan una sociedad civil con un personal debidamente autorizado para expedir normas y asegurar su acatamiento. La insolidaridad o la resistencia pasiva o activa se derivan de la ausencia de un mínimo consenso a cerca de la naturaleza y el ejercicio del poder. En este esquema la sociedad civil no se ha formado, o se ha desintegrado y el poder deviene en dominación pura. De esa manera no se puede decir que exista un genuino sistema político y tal es el caso colombiano.” Dicho de otra manera, el sistema político es la adición integrada de la sociedad civil, más la sociedad política, la opinión pública y el sistema de partidos, todos ellos claramente diferenciados del Estado.
En los primeros cincuenta años del siglo veinte el sistema político colombiano estuvo regido fundamentalmente por el marco general de la Constitución política de 1886, que, según el consenso de la historiografía política nacional, resultó de un proyecto político nacional en esencia conservador, centralista, presidencialista, confesional, de democracia formal representativa y con un carácter cerrado, con respecto a los espacios de participación de las regiones en la toma de decisiones relativas a su desarrollo. De todas formas por su propia naturaleza conceptual los sistemas políticos en su funcionamiento práctico tienen la posibilidad de evolucionar en el sentido de ampliar su carácter democrático, sí la interacción entre las fuerzas políticas y sociales que lo componen permite el establecimiento de un régimen político de apertura o de tendencia reformista. Lo que indica que la evolución de un sistema político depende en gran medida del régimen político que lidere su funcionamiento. Se entiende por régimen político: “Un sistema de poder compuesto de un personal de actores, unos dispositivos operacionales y una política coherente identitaria que provee hegemonía o un consenso mínimo legitimador.”
En Colombia han sido los establecimientos o élites corporadas y algunos de sus dispositivos: los partidos, oligárquicos y premodernos, el sistema económico, el Estado heterónomo y la Iglesia, los actores dirigentes del sistema político que han puesto en marcha una sucesión de regímenes políticos, que no han facilitado su pretendida evolución. Tales regímenes, durante el período que nos ocupa, aunque implementaron modificaciones relativamente sustanciales a la carta magna de 1886, el carácter de democracia representativa y de centralismo político administrativo que la caracterizó, no fue tocado en ninguna de las coyunturas reformadoras. Entre 1905 y 1909, bajo el quinquenio de Rafael Reyes, que fue la primera reforma, los cambios fueron realmente regresiones desde óptica democratizante. La reforma constitucional de 1910, lograda como materialización de un proyecto coyuntural de restauración de la civilidad liderado por la Unión Republicana cuyo propósito principal fue derrocar al gobierno de Reyes, aunque implementó transformaciones con matices modernizadores, en cuanto a la elección presidencial, la libertad de expresión y restituyó las asambleas departamentales, no afectó el carácter centralista del sistema político. En el esquema de esta reforma se hizo una reforma electoral que entró en vigencia en 1916 a través de la ley 85 que intentó organizar los proceso comiciales reglamentando la creación de instituciones de control del ejercicio democrático, que en la práctica no contribuyeron a neutralizar su tradición de manipulación de la opinión ciudadana. En 1936, en el escenario histórico de la célebre revolución en marcha, liderada por Alfonso López Pumarejo, se implementó la reforma quizá más significativa que sufrió la constitución del 86. Sin embargo, aparte del carácter moderno que se le atribuye a cambios como la función social de la propiedad, el derecho de asociación, la gratuidad y obligatoriedad de la educación básica y la capacidad intervensionista que asumió el Estado, las modificaciones fueron ajenas a la necesidad de ampliar el sistema democrático de la representación a la participación; y no afectaron la facultad de decisión del ejecutivo central en lo relativo a la soberanía de las regiones o los departamentos. El sistema político siguió siendo centralista. La “contra revolución en marcha” como se le califica a la reforma constitucional de 1945, fue más presidencialista, representativista y centralista que la reforma de 1936. Por todo lo anterior se puede afirmar que en ese primer medio siglo, el sistema político evolucionó tan lentamente que su desarrollo no afectó la naturaleza anti-autonomista de la estructura constitucional heredada del siglo XIX.
Una de las circunstancias histórico sociales que explican este fenómeno macro es el contexto político que rodeó cada reforma. En ningún momento las coyunturas reformistas fueron impulsadas por proyectos político sociales reivindicativos de democratización, ni fueron el resultado consecuente del ascenso o conquista de espacios por parte de movimientos de notable arraigo y apoyo popular. Fueron situaciones de relevo en las élites políticas inspiradas en la necesidad de implementar proyectos de nación con fundamentos ideológicos claramente definidos a favor un esquema de dominación más coherente y efectivo que el anterior. Nunca se propusieron cambios en función de los intereses de las mayorías nacionales. Por tanto, no fueron momentos en los cuales se estuvieran gestando transformaciones sustanciales en la cultura política de las élites ni de los electores. Los elementos premodernos de las prácticas políticas seguían intactos y contribuían a que se afianzaran el presidencialismo y el centralismo. Como lo afirma Fernán González en sus ensayos sobre historia política colombiana: “Las reformas propuestas desde el Estado central pasaron por alto las idiosincrasias y las problemáticas específicas de las regiones. Toda esta compleja situación se expresa en un divorcio entre el discurso formal de políticos y tecnócratas, de corte moderno y demoliberal, y la práctica política concreta, basada en las formas de la sociedad tradicional y en la perpetuación de la desigualdad de oportunidades. Muchas de las prácticas clientelistas se alimentan de ese divorcio”.
II – EL FRACASO ECONÓMICO DE LA REGIÓN: UNA REALIDAD
INCUESTIONABLE
El conocido economista e historiador Adolfo Meisel Roca, en un prodigioso trabajo sobre un aspecto de la historia económica de nuestra región, titulado ¿Por qué perdió la Costa Caribe el siglo XX?, afirmaba entre sus contundentes conclusiones: “El fracaso económico de la Costa Caribe es uno de los hechos más protuberantes del desarrollo económico regional de Colombia en el siglo XX. Entender por qué ocurrió el dramático empobrecimiento relativo de esta región del país es de la mayor importancia si se quiere lograr el diseño de políticas económicas que la conduzcan a una convergencia con el resto de la nación.”
Meisel sustentó con solidez tal afirmación abordando algunas variables muy dicientes del papel de la región Caribe en el conjunto de la economía nacional. De todas formas, aunque el trabajo en mención explica los factores eminentemente socio-económicos que han podido ocasionar el fenómeno, y solo se refiere a un factor político algo tangencial como lo es la baja representación “costeña” en los gabinetes ministeriales de los gobiernos nacionales del período, no cierra las puertas a la alternativa de ahondar en otros factores políticos más estructurales que hayan podido influir en el rezago regional. El propósito fundamental de este escrito es ese.
El énfasis puesto por las élites interioranas, desde el poder político, por fomentar la economía cafetera, desdeñando el apoyo a sectores como el algodón, el banano y la ganadería, incidió en que la participación de los productos de la Costa Caribe colombiana en el total de las exportaciones de Colombia entre 1891 y 1950 haya descendido del 11,9% al 4,5%. La ausencia de una política consecuente de defensa de los recursos nacionales que facilitara la ingerencia del Estado en la explotación que del banano hacía la United Fruit Company en el Magdalena, tal vez contribuyó a que la crisis del mercado exterior del producto desde 1925 hubiera incidido sustancialmente en la relativa depresión del sector, reflejada en que el Caribe colombiano participó con las exportaciones de banano en el total de las exportaciones colombianas entre 1906 y 1950, con porcentajes que oscilaron apenas entre el 2.4% y el 9.7%, frente a otros productos. La vocación ganadera de la región, que se proyectó desde fines del siglo XIX, se eclipsó en la primera mitad del siglo XX. Este hecho se hizo notable en que, para 1950, los departamentos del Atlántico, Bolívar y Magdalena, sumaban sólo el 29.45% del total del ganado existente en el país. En este período no existieron políticas gubernamentales de estímulo, apoyo y regulación de la economía ganadera, que evitaran el contraste inconcebible, de que la región de frontera marítima estuviera en desventaja, en cuanto a exportación de carne, cor respecto a otras regiones del interior de país.
El interés de los gobiernos de la Hegemonía conservadora en impulsar la consolidación del puerto de Buenaventura, después de la apertura del canal de Panamá y la construcción del ferrocarril del eje cafetero hacia ese puerto, debe tenerse en cuenta como una de las causas de que: La participación del puerto de Barranquilla en las exportaciones totales de Colombia entre 1922 y 1950 haya descendido del 57,47% al 24,16%
Generalmente, cuando se presentan cifras que sustentan el despegue o auge de una región con respecto al resto de una nación en determinado periódo; o se describen etapas de consolidación macroeconómica de una región, estas coinciden con procesos de expansión demográfica. Claro está, si tales proceso estuvieron acompañados por políticas coherentes de asimilación y distribución de las fuerza laboral emergente que ofrece el crecimiento poblacional. Por eso, para el caso de nuestra región, las cifras que describen el rezago regional, son más sorprendentes, si se tiene en cuenta que en este período la población del Caribe colombiano presentó una tasa de crecimiento anual siempre superior a la tasa promedio del país: de 1905 a 1918 3.5% ante 2.5% a nivel nacional. De 1918 a 1938 fue del 2.7 ante 1.6 de todo de país y de 1938 a 1951 de 2.3 sobre el 2.2 de la tasa de toda Colombia. Aunque en el trabajo de Meisel se presenta como uno de los factores del fracaso económico, el mayor crecimiento demográfico de la costa, desde la óptica crítica de la historia política, se puede pensar que tal fenómeno evidencia la incapacidad de las élites gobernantes tanto regionales como centrales, para canalizar provechosamente ese crecimiento poblacional. Con mayor grado de responsabilidad para las autoridades nacionales por el carácter centralista del sistema político. Esta reflexión se podría apuntalar en el hecho de que la Costa Caribe colombiana participó en la inversión del gobierno central en infraestructura realizada en el período, 1918 – 1929 sólo en un 13%. El factor político que presenta Meisel como uno de los agentes del rezago, es la participación de la Costa en la conformación de los gabinetes ministeriales, cuando nos ilustra que entre 1900 y 1975 fueron nombrados 60 ministros de origen costeño, lo que equivale al 13% del total de los ministerios del país en ese periodo. Si se tiene en cuenta que los ministros son principalmente ejecutores de los planes presidenciales en cada área, esta cifra en vez de indicarnos la baja participación burocrática del Caribe en el ejecutivo, afianza la idea del peso que tiene el sistema político centralista en el rezago regional, puesto que el 13% mencionado coincide con el de participación en las inversiones. Por tanto, hay que buscar las razones de la discriminación es en el quehacer político de los representantes regionales en el poder legislativo y en las gestiones de los gobernantes locales, dentro del marco de las relaciones de poder del sistema centralista y como expresión de la cultura política nacional y regional de la época.
III – CULTURA POLÍTICA EN EL CARIBE: UNA DE LAS RAZONES DEL
REZAGO REGIONAL
El sistema político colombiano fue el factor macro que incidió determinantemente en el rezago de la Costa Caribe colombiana, porque su carácter centralista y cerrado alimentó el afianzamiento de una cultura política regional, de la élite y los electores, basada en la ausencia de un compromiso programático del elegido con el elector, que tuviera en cuenta el desarrollo de la región. Para intentar demostrar esta afirmación se asume, entre muchos conceptos, que por CULTURA POLÍTICA se entiende: “El patrón dominante de creencias y valores que se adquieren, se modifican y se cambian como resultado de un complejo proceso de socialización del sistema político”. Tal definición concibe el sistema político como el conjunto de relaciones entre los actores de éste y no como el aparato de gobierno, que sería el régimen político. Estudiar la cultura política local con ese presupuesto teórico implica configurar una visión de conjunto de los hechos políticos que en una época involucraban a toda la población o cómo ésta los protagonizaba. Pero las mismas características del objeto de investigación nos llevan a ventilar el estudio de la cultura política en el campo de las acciones protagonizadas por grupos específicos de la sociedad que, en su condición de élite conducían la política implicando, en forma directa o indirecta, claro está, al resto de la sociedad.
Para el caso del Caribe colombiano a principios del siglo XX, el funcionamiento de la democracia representativa, estuvo marcado por el ejercicio de la política desde la visión individualista, utilitarista y restringida a la necesidad de consolidar espacios de poder, como plataformas para fortalecer intereses particulares. La prevalencia del individualismo frente al altruismo, desenvolviéndose en medio de maquinaciones, ausente de ideales y valores, en la acción política, la reduce a lo que se conoce comúnmente como politiquería. En nuestro Caribe predominaron algunas prácticas que más que afianzar la democracia, facilitaban que los partidos usufructuaran el carácter rudimentario y casi primitivo de la mecánica electoral; y ponían el sufragio al servicio del régimen político de la hegemonía conservadora en las localidades. En el marco de una normatividad restrictiva con respecto al ideal de democracia, la élite política del Caribe colombiano integró, a principios del siglo XX, unas colectividades partidistas tradicionales que de manera primitiva cumplían con el papel histórico de los partidos: Formar y seleccionar los cuadros del sistema político. Las élites parlamentarias, gubernamentales locales pertenecían a alguno de los dos partidos tradicionales e intentaban monopolizar la actividad electoral, decidir la lista de candidatos a ocupar los cargos de responsabilidad política en el Estado. Esto redujo un poco la acción política a la acción electoral y contribuyó al desarrollo de un tipo de relaciones propias de lo que se conoce como el clientelismo. En las primeras décadas del siglo XX la tendencia predominante en la región, fue la abstención y por consiguiente la generación de un espacio permisivo para el fraude y para el estancamiento en la evolución de las costumbres políticas hacia su modernización. Generalmente ambos partidos se acusaban mutuamente de ser mañosos, manipuladores del sufragio, transgresores de la transparencia del ejercicio democrático y abusadores de los espacios de poder de decisión para inclinar la balanza electoral a su favor. El discurso de acusación llevaba siempre implícita, ya fuera de manera sutil, o en ocasiones de forma explícita, una carga moral de exoneración a su propio partido con respecto a la corrupción electoral. De paso se intentaba sentar cátedra sobre lo que debía o no debía hacer un partido en defensa de las instituciones democráticas. Las expresiones de prevención para satanizar al otro, más bien insinuaban que cada uno era un hábil conocedor de tales prácticas; y el carácter mutuo de las mismas acusaciones hace pensar que ambos tenían razón y no que exageraban para desprestigiar al otro; por tanto se puede presumir que ambos ejecutaban las mismas prácticas irregulares. Esta cultura afianzó la configuración de una élite cuyos cuadros dirigentes se convirtieron en profesionales de la política, que al no tener compromisos generales con el desarrollo regional, se dedicaron a producir y conservar su capital electoral, alimentando la visión del sufragio como una institución coyuntural que se materializaba como herramienta de negociación particular entre el elegido y el elector.